Por más de 40 años ninguna cabeza lo usó, de haber estado vivo, con seguridad hubiera pedido a gritos que alguien se lo pusiese.
Lo había descubierto en los años ochenta, cuando de niño me topé con la colección de sombreros que dejó mi bisabuelo. Estaba en lo alto de un guardarropa en donde almacenábamos todos los años el árbol navideño y el nacimiento. Era un lugar especial, de esos que se abren ocasionalmente, pero que cuando sucedía no perdía oportunidad para echar un ojo y ver las maravillas que se encontraban adentro, una colección de copas, algunos recuerdos de un viaje a Lourdes, calendarios de 1974, señalando fechas misteriosas y un par de fotografías viejas.
Finalmente lo conseguí, lo usaba un rato por las tardes, lo vestía con aquel dulce humor que tienen los niños para verse ridículamente adorables. Aquel humor que se va perdiendo cuando uno entra en la adolescencia, edad en donde van correspondiendo otros chistes.
A los quince años me mudé de la casa de mis abuelas, el sombrero viajó conmigo el par de kilómetros que separaban “la casa grande” del apartamento. Lo llevé a mi nueva casa solo para ser ocultado y olvidado tras una torre de libretas viejas, calzones y cachivaches. Era una partícula en la colección de objetos que se acumularon durante todos estos años. Hasta que el jueves en un arranque de materialismo me convencí que era hora de limpiar un poco y terminó yéndose.
Lo encontré aplastado, apretujado en la esquina de una caja destartalada, lo recogí y lo desconté del desorden lanzándolo al fondo de una bolsa jardinera.
Este lunes muy temprano el camión de la basura tocó la campana, salí a la calle con la bolsa y la entregué al tipo de la alcaldía.
Regresé por una segunda bolsa, cuando vi que los trabajadores del camión de la basura registraban mi basura y uno de ellos se coronaba con el sombrero de mi bisabuelo.
En su momento concluí que era lo esperado, la basura de unos son valores para otros. Pero hubo un momento que vacilé en correr detrás del camión y exigir el sombrero que por más de medio siglo perteneció al clan Sánchez Hueso Berrios Colorado. Por suerte acerté que el dichoso sombrero no tuvo en mi familia ninguna función más que ocupar un mísero lugar del descomunal desorden que se ha mantenido casi desde siempre.
Ahora, el destartalado sombrero cubre otra cabeza, la del tipo de la basura.
Llenándose nuevamente de vida.
(Hay otro sombrero más, una chistera de 1911 en excelente estado. Como la del felino que ven en la foto. Aún está en su caja. Fue comprado por mi bisuabuelo en el portal la Dalia, y de ese modo según él, lucirse en su graduación de abogado hace casi un siglo. No hay cuidado, seguirá conmigo)