El 16 de enero se cumplieron 20 años de los Acuerdos de Paz con los cuales le dio fin a la guerra civil que desangró a El Salvador desde 1980 hasta 1992.
Nunca creí en la paz.
Principalmente porque era demasiado bueno para ser verdad, me sumé a los miles de salvadoreños que guardaron cierto escepticismo en su corazón. Creía que tarde o temprano algún bando rompería la tregua y regresarían los combates.
Soy de la generación de la guerra, crecí con ella, por eso mi desconfianza inicial a los acuerdos. No me figuraba una realidad nacional sin ella, era mi cotidianidad. No guardo memoria de un tiempo antes de la guerra, si los hay, son apenas fragmentos de cosas triviales. Los recuerdos más fuertes llegaron con el conflicto.
De mi familia siempre escuché advertencias que “está peligroso”, “tené cuidado hijo”, “mejor no salgás”, recomendaciones que me conformaron una psicología con tendencia al temor, a la sospecha, a estar alerta ante el peligro.
Fui uno de los miles de niños que crecimos escuchando tiroteos y bombazos, teníamos la capacidad de reconocer el arma a distancia con el sonido del tiro, y con ello saber quienes eran los combatientes, si la guardia, si la policía o el ejército y que armamento contaban los guerrilleros. Fui de los que temblaron con una bomba que estalló a menos de 20 metros de donde yo estaba, he escuchado tantas bombas explotar, que perdí la cuenta.
En ese entonces vivía una casa céntrica, cerca del Parque Cuscatlán, no recuerdo cuantas veces corrí espantado por las bombas que los comandos urbanos detonaron en las empresas vecinas, nosotros éramos una isla de civiles en un campo de batalla.
El colmo llegó una tranquila noche de 1983 cuando un ataque con bombas molotov incendiaron el taller de la empresa Fiat, el cual colindaba con nuestra casa. El incendio devoró todo el lugar, las grandes llamas amenazaron consumir nuestro hogar, esa desesperación de no poder hacer nada, de sentir el calor cerca y los bomberos evacuándonos no me ha abandonado.
También perdí memoria cuantos tiros escuché, sobre todo en la ofensiva hasta el tope. Con menos de 10 años fui encañonado junto con mi familia por un retén guerrillero en Usulután, los cuales nos pidieron colaboración. Y de adolecente, escapé de un reclutamiento forzoso por la Fuerza Armada. Todas estas lamentables experiencias han quedado para siempre conmigo y es parte importante de lo que yo considero mi salvadoreñidad, una identidad forjada a fuerza de balazo, bomba y violencia.
Por eso no me lo creía.
La misma noche de la firma de los Acuerdos, el FMLN y el gobierno organizaron por separado una celebración, unos en la Plaza Barrios y otros en Plaza Libertad. Con varios amigos asistí a las celebraciones, a pesar que los discursos que hicieron los contendientes, en donde ambos parecían haber ganado la guerra, la fiesta me pareció una alucinación.
Nunca imaginé que tanta gente hubiera estado involucrada clandestinamente al trabajo de la guerrilla, incluso vecinos que sin ocultarse ya, expusieron públicamente su preferencia política portando banderas rojas.
Cuando ambas celebraciones terminaron y los asistentes ya cansados comenzaron a retornar a sus casas, por primera vez vi gente con chaleco de ARENA junto con personas llevando pañoletas del FMLN, pasaban unos a lado de los otros sin hacerse daño, al parecer nadie supo como lidiar con esa contradicción política, solo se quedaban viendo entre ellos. Era algo nuevo.
Entonces los días se me hicieron esperanzadores.
Sin guerra pude descubrir un país que por los continuos combates me fue negado durante toda mi niñez. Finalmente conocí Morazán y el norte de Chalatenango sin temor de morir en fuego cruzado.
Pude leer públicamente libros que habían sido considerados prohibidos por el gobierno, era esperanzador salir a caminar con un libro de Dalton, de Marx o de Engels sin problema que las autoridades me arrestaran, nunca más tuve que evitar caminar cerca de cajas telefónicas por temor de salir volando en pedazos por un explosivo guerrillero.
La aceptación personal de la paz fue un proceso muy lento, en el cual me fui convenciendo que la cosa finalmente iba en serio y que los cañones se habían callado para siempre.
No me di cuenta cuando la guerra comenzó a desfigurar su recuerdo en la colectividad, en ocasiones me asombra como los salvadoreños tenemos tal capacidad para olvidar ciertas cosas. Ahora nadie habla de las minas que mutilaron y asesinaron a tanto niño en el campo, algo que era tan cotidiano y público, yo mismo recibí instrucción de la Cruz Roja Internacional en mi centro de estudios para no tocar ninguna pelota, juguete o lata de conserva en el campo, pues podría ser una mina.
Poco a poco la guerra se fue transformando en una caricatura, en películas tragicómicas y libros de gestas fantásticas, con héroes maravillosos y villanos acartonados.
Aunque la guerra sigue con nosotros, me sorprende como los jóvenes han reformulado la guerra en sus mentalidades, ahora es una definición política, en el mejor de los casos, en otros, es apenas un pasado distante, remoto y en blanco y negro.
Para ellos es el hoy, donde hay otra guerra y otra violencia.
Los consejos de “está peligroso”, “mejor no salgás” que tantas veces me recomendó mi familia durante la guerra me asaltan de nuevo.
Creo que he vivido con demasiado miedo en este país.