El viernes pasado -mientras la sonda espacial Cassini fotografiaba la Tierra desde la órbita de Saturno- yo realizaba una visita educativa con mis alumnos de la
universidad en el sitio arqueológico Ciudad Vieja, un lugar donde se situó la villa
de San Salvador entre 1528 a 1545.
Hace unos meses el sitio estaba a punto de convertirse en un
parque nacional, donde los visitantes pudiera ser testigos del primer asentamiento
español en El Salvador, pero la administración del organismo
cultural cambió de manos y el parque arqueológico ha tenido que esperar.
Los estudiantes que me acompañaban apreciábamos las bases de
las casas y edificaciones del siglo XVI cuando de pronto observamos en un árbol
de caulote una gran reunión de orugas, quienes comían la sabia del árbol.
En El Salvador este tipo de gusano es conocido como cuétanos,
y rondan una serie de mitos alrededor de ellos, sobre todo por su supuesta
peligrosidad al tocarlos. La verdad es que estos seres son inofensivos -a menos
que uno sea un árbol- en México, en el Estado de Chiapas, se consideran un
manjar.
Para prepararlos se quitan del árbol, se les destripa y se
les saca el interior, luego el cuerpo es tostado en un comal, se les condimenta
con chile y se comen. Se dice que estos bichos tienen un gran contenido proteico.
En occidente
se considera una aberración comer insectos, incluso vincularse con ellos, son
vistos como plagas, sucios y rastreros, feos y peligrosos. Una buena cantidad
de películas de terror los pone como los más asquerosos enemigos. Ejemplos
sobran, ¿recuerdan aquella película de una tarántula gigante que atacaba un
pueblo?, ni que decir de las miles de hormigas rojas peruanas que casi devoran vivo
a Indiana Jones o la tenebrosa escena de King Kong donde unos hombres luchan
contra insectos gigantes.
Me imagino que antes de la llegada de los conquistadores
estas orugas eran parte del platillo en nuestra región, hoy solo se les
recuerda en Chiapas, estas solamente se observan entre los meses de
julio y agosto.
Después de todo quizás hemos perdido opciones nutricionales,
la repugnancia y el asco apenas son prejuicios culturales.
(Fotos por Gaby Marroquin, estudiante de Diseño Gráfico UJMD)