Hace algunos días, mientras cientos de personas morían en la ciudad por causa del coronavirus, me paré a observar desde la ventana de mi apartamento el tierno follaje que había brotado en los árboles del parquecito de enfrente.
Lo miraba mientras pensaba en Napoleón Bonaparte y su deprimente y último cautiverio en la isla de Santa Elena, en esa casucha húmeda en la cual terminó sus gloriosos días, fallecido ya sea por una pulmonía mal cuidada, o por una depresión severa o quizás envenenado por algún súbdito, como sospechan algunos historiadores.
Entiéndase, querido lector, que pensaba en Bonaparte no porque yo fuera un pelmazo insensible del destino de mis conciudadanos, sino que uno tiene que hacer tripas corazón y buscar alguna forma de disociarse de la realidad. Vea que soy un verdadero profesional en temas que me sacan de la realidad, no en vano soy astrónomo aficionado desde los 90 y un profesor muy dedicado en la historia antigua mesoamericana, que son temas que o bien me colocan a millones de años luz de la Tierra o en tiempos remotísimos, lejos de la desgracia actual. Debo de aclararlo porque en estos tiempos del postureo no vaya a ser que la Policía de lo correcto me acuse de insensible, de pobre ser humano, sociópata y qué se yo qué más.
Uno nunca sabe.
Pues bien, les decía que estaba mirando a través de la ventana de mi apartamento el follaje que había brotado en las ramas de los árboles del parquecito de enfrente, mientras pensaba en Napoleón Bonaparte y su destino en Santa Elena, una pequeña isla con un clima de mierda en medio del Atlántico. Ahí fue despachado y puesto en seguridad por los ingleses, junto con un grupo de fieles súbditos. Que la verdad, más de alguno no terminó siendo tan fiel porque cuando les dijeron que se iban desterrados a Santa Elena, uno de ellos trató de lanzarse por la borda del barco. Y ya me imagino la cara de Napoleón dándose cuenta que François (digamos que así se llamaba) se quería lanzar por la borda del barco y que prefería ahogarse que pasarse varios años atendiéndole en una isla en medio de la nada y sin paga. En la película de mi mente veo a Napoleón sentado como se supone que se sentaba, con las nalgas un poco en la orilla del sillón y la espalda recostada hacia atrás; sí, la misma postura que las mamás regañan cuando uno se sienta para holgazanear.
Y claro, en la película mental Napoleón tendría que decir algo memorable, una cita hermosísima digna de los últimos minutos de la Obertura 1812, cuando suenan los once cañonazos de salva que se le ocurrió incluir a Tchaikovski en la partitura, y que uno de mis grandes amigos creía estúpidamente que se usaban cañones de verdad en el momento de la ejecución de la obra. Una idea tan divertida y descabellada, que cuando se lo comenté a mi padrastro, quien era un hombre maravilloso y un gigante intelectual, se echó a reír pensando en lo complicado que sería montar cañones reales en el Lincoln Center, muy aparte de la matazón que haría tal cosa entre el público asistente.
De cualquier forma, si le dijeron a Napoleón que uno sus súbditos quería saltar, François habíamos dicho que se llamaba, no pasó a la historia cuál fue su reacción, o al menos yo no la sé. Quizás dijo algo entre dientes y solo vio por la ventana de su camarote cómo en el lejano horizonte desaparecía el contorno de su querida Francia.
En el caso, por supuesto, que su camarote tuviera ventana.
De cualquier forma, ese día, el día que moría mucha gente en New York por causa del coronavirus y que me distraía viendo como el follaje había crecido en los árboles de enfrente, me pareció que Santa Elena sería un destino ideal en estos momentos, incluso hasta me pareció agradable pese al supuesto clima mierdoso que dice la literatura. De hecho, en la siguiente pandemia o algún apocalipsis zombi que venga (ahora cualquier cosa es posible) ese lejano territorio insular de Reino Unido sería un gran destino. Consulté en Google y hasta ese momento no había ningún caso de coronavirus en la isla y quizás se mantenga así por buen rato. Y es curioso cómo el destino pone las cosas en su lugar, porque lo más interesante de la isla, aparte de su lejanía y seguridad a la pandemia, es la casa donde murió Bonaparte.
Se dice que Napoleón dijo antes de morir “France, l'armée, Joséphine…”, Francia, el ejército, Josefina…
Se refería a Josefina de Beauharnais, su primera esposa.
Más allá de si las últimas palabras fueron dichas o no, seguro que Napoleón pensó en Josefina hasta sus últimos días, puesto que había sido una mujer que lo había traído de los pelos desde que comenzó a ascender dentro del ejército; y ella, que se decía tenía una gran experiencia en el arte del amor, había logrado explotar sexualmente al entonces general Bonaparte.
El hecho es que cuando Napoleón terminó por casarse con Josefina un poco antes de su importante, trascendental y desastrosa campaña en Egipto, de lo cual lo verdaderamente rescatable fue que fundó la egiptología moderna, ella apenas le mostraba interés. Según dicen, Josefina sentía verdadero repulsión por Napoleón, quizás sus fachas, quizás su olor personal o lo idiota que era en sus conversaciones íntimas, lo cual deja en problemas la bellísima cita que según hubiera dicho en mi película mental cuando fue desterrado a Santa Elena.
La cuestión es que Josefina le fue infiel a Napoleón mientras se enfrentaba a los mamelucos en Egipto. Mientras el heroico general ordenaba un ataque directo de la caballería y que dieran su vida para Francia, Josefina casi la perdía en un orgasmo colosal junto a su amante, Hippolyte Charles, quien fuera un fulano tan marginal que pasó a la historia solo por haber sido quien se montaba a Josefina en ausencia de Bonaparte. No tengo idea qué diría Charles al saber que en el siglo XXI, casi 200 años después de sus grandiosas corridas dentro y sobre de Josefina, lo primero que aparece al consultar su nombre en Wikipedia, la enciclopedia online global es “…who was best known for being Josephine Bonaparte's lover soon after her marriage to Napoleon Bonaparte.”
Josefina se había casado con Bonaparte porque sentía que necesitaba de alguien que le diera la seguridad económica que comenzaba a urgirle. Aparte, se estaba haciendo vieja y en ese entonces no se había inventado aquello que los cuarenta son los nuevos treintas, y que los cincuentas son los nuevos cuarentas y así hasta la muerte. Además, según leí por ahí, no tengo la cita a la mano y no quiero buscarla en este momento, se dice que se le habían comenzado a ennegrecer los dientes, cosa que era muy común en los tiempos previos a la Colgate, y de la cual hay que tener en cuenta cuando uno piensa en el pasado. Tengan en cuenta esto último para que vean que no todo tiempo pasado fue mejor y que aquellas películas que hemos visto tan extasiados como The Patriot, con Mel Gibson (una de mis favoritas), aparece Bejamin Martin, hombre del siglo XVII con una dentadura ordenada y blanca, muy propia de nuestros tiempos, cuando de verdad la gente sufría de perdidas dentales, caries y horribles dolores.
Pero regresando al tema, hay que decir que Josefina terminó por amar a Napoleón, se cumplió aquello que dice que lo cotidiano se transforma en querencia. Sí, hay que decirlo, que a ella le costó y muchas veces se negó a ir a visitar a su esposo en diferentes lugares de Europa, se llegó al punto que tuvo que ser obligada por familiares y amigos a subirse a un carruaje y enfilarse a los brazos de un esposo, el cual le daba repugnancia.
Pero bien, ya estando Josefina con Napoleón como que las cosas se iban poniendo en su lugar y ella al parecer hacía de las suyas en el arte de los cuerpos sudorosos en las camas revueltas, puesto que el general siempre terminaba por perdonarla. Y de eso se lee en las cartas que se enviaban y que han sobrevivido el paso de los siglos. Aquí un extracto de una carta enviada a Josefina con fecha de 15 de junio de 1796:
“Mil besos en los ojos, en los labios, en la lengua, en tu [ilegible].
Adorable mujer, ¿cuál es tu ascendiente? Estoy muy enfermo de tu enfermedad. Aún tengo una fiebre que me quema… ¿Recuerdas aquel sueño en el que te quitaba los zapatos y la ropa y te hacía entrar entera en mi corazón?”
A este punto creo que todos estamos claros qué parte del cuerpo de Josefina es lo ilegible, si le falló la mano a Napoleón al recordar como sus labios recorrieron esa zona que evidentemente era erógena o alguien mucho tiempo después que las cartas fueron descubiertas quizá borrara porque lo consideró impropio o hasta vulgar.
Otra, enviada a Josefina y fechada el 21 de noviembre de 1796.
“Sabes muy bien que no olvido mis preciosas visitas; ya sabes, tu bosquecillo negro. Le doy mil besos y espero con impaciencia el momento de encontrarme ahí, todo tuyo. La vida, la felicidad y el placer sólo son los que tú me das.
Vivir en una Josefina, es vivir en el Elíseo. Besarla en la boca, en los ojos, en el hombro, en los pechos, ¡en todas partes! “
Bueno, este texto es mucho más explícito que el anterior y no solo deja claro que la depilación evidentemente no era del interés de Josefina o al menos no estaba de moda, quizás porque todavía Goya no lo había hecho popular con su maja desnuda donde su bosquecillo es apenas un pequeño arbusto, con menos hojas que el incipiente follaje primaveral que tienen los árboles frente a mi apartamento; y que también deja en claro que al igual que con el caso de Colgate que evita los dientes negros, Gillette estaba a décadas de hacerse popular y podar los más tupidos bosquecillos negros.
Pero para no hacer tan largo el asunto, Napoleón se dio cuenta del amante de Josefina un poco antes de regresar de Egipto, así que nada más regresó y se presentó frente a numerosos franceses que recibieron a su general como un héroe, se fue directo a su casa y le pidió el divorcio a Josefina.
Ella en pánico, se dice que lloró, le imploró el perdón, se golpeó el pecho con su puño y le suplicaba hincada que la perdonara, bueno eso me lo inventé pero me parece plausible y es una gran escena en mi película mental, capítulos antes que François intentara tirarse por la borda. Lo que sí se sabe, y supongo porque la servidumbre o como diríamos hoy en día, el personal que le colabora a Josefina, se tiró todo el show y luego a bien de los historiadores del futuro le chismearon a todo el mundo cómo la mujer le rogó y le lloró a Napoleón.
Al final, él la dejó entrar a la habitación y tuvieron el célebre sexo de reconciliación tan apasionado y ardiente que borró el recuerdo de la infidelidad, la humillación y el rencor del corazón de Bonaparte.
En cualquier caso, ella le juró que no volvería a engañarlo con algún hombre y en especial con aquel tipo que pasó a la historia por ser recordado como su amante, que vaya, ni tan bueno que era en la cama y que era un papanatas, le debió de haber dicho, no como tú que tienes el poder de dar órdenes a tus ejércitos sin sacar la mano de tu chaleco. Se dice que Josefina mantuvo su palabra al pie de la letra, que no le volvió a engañar con hombres.
Con mujeres ya es otra cosa.
Y así, Napoleón Bonaparte fue ascendiendo en la pirámide del poder, conquistó Europa, se hizo del poder absoluto de Francia hasta que se auto coronó emperador de Francia y coronó a Josefina emperatriz, y vivieron felices por siempre.
Mentira, no vivieron felices por siempre, el imperio apenas le duró un poco más de una década y cuando a Napoleón le entró la idea de tener un hijo, despachó a Josefina, se divorció de ella y se buscó una nueva esposa, mucho más joven, con capacidad para embarazarse y que todavía mantenía una dentadura en perfectas condiciones.
Su nombre era María Luisa, Duquesa de Parma, de la familia real de Austria y que fue casi obligada por su padre a casarse con Bonaparte a pesar que ella también, como Josefina, inició su relación repugnándolo. Pero bueno, también como ella, terminó por quererlo y le dio un hijo.
Josefina casi se volvió loca, no tuvo otra que firmar los papeles del divorcio e irse a su residencia y vivir con una pensión que le pasó Bonaparte. Él siempre dijo que ella había sido la estrella de su suerte y que todo lo que había logrado era por su amor. El punto es que desde ese momento a Napoleón le comenzó a hacer agua el Imperio, y en poco tiempo Inglaterra, Rusia y Austria se le fueron encima, derrotándolo, y cayendo prisionero. De ahí fue llevado a la isla de Elba, donde le dieron cierto poder para mejorar la vida de los pobladores insulares, y aunque cualquiera se hubiera sentido cómodo con un retiro relativamente digno de un lugar bastante agradable, no todo el mundo es Bonaparte y a los pocos meses regresó a Francia, organizó un ejército casi de la nada y fue inmediatamente derrotado en Waterloo.
Entonces los ingleses lo arrestaron, lo metieron a un barco junto con sus súbditos, incluyendo a François, y lo mandaron a Santa Elena.
En ese momento le cayó el veinte a Napoleón que no volvería a ver a Josefina nunca más, que lo había perdido todo y que no había vuelta atrás. Se quedó parado frente a la ventana de su camarote mientras la silueta de Francia desaparecía en el horizonte, ahí suspiraba tal como yo lo hacía cuando también desde mi ventana veía el tierno follaje en los árboles de enfrente, mientras cientos de personas morían en mi ciudad atacados por el coronavirus.
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